Nací en el barrio de la Tola y crecí en el de San Blas, cuando Quito (y esto no es un asunto de la nostalgia) era una ciudad de barrios. Entre mis recuerdos más antiguos está el haber servido de recurrente recadero a mi madre para ir, caminando desde la calle Elizalde y Ríos, hasta el entonces nuevo edificio Guerrero Mora, donde el Señor Romero vendía los hilos con los que mamá nos cosía las camisas. Para ese entonces, debo haber tenido cinco o seis años y el paseo hasta Romero era una aventura compartida con mi hermano, un año y medio menor que yo.
Construido un año antes de mi nacimiento, el Edificio Guerrero Mora era un símbolo del futuro de mi ciudad. Un palimpsesto que había sido edificado en el exacto lugar donde la leyenda ubica la versión criolla del mito de Minotauro. Allí, la bella aurora, acosada por el toro negro que decidió dejar la plaza para perseguir sus encantos, dejó una huella de misterio y de magia que aún ahora se sigue buscando, sin hallarla, entre el hormigón del moderno edificio. La inteligencia de las autoridades ha concedido el privilegio de conservar, a un lado del edificio, la vieja nomenclatura con el número que bautiza a la leyenda. La casa 1028, a la que siguen asistiendo, picados de curiosidad, los niños de las escuelas a conocer la inexistente casa legendaria.
Poco o nada es lo que conozco del antiguo arte y técnica de la arquitectura y por ello me siento autorizado a decir algunas imprecisiones académicas, que contribuirán a expresar con mayor claridad mis puntos de vista.
Aventuro mi propia manera de entender a la arquitectura, como el arte y el conocimiento de diseñar, crear, producir y sostener los espacios en que el ser humano desarrolla su vida diaria, su actividad y, sobre todo, sus relaciones con los demás usuarios de ese mismo espacio. Y es ese el tema (el de las relaciones entre las personas en el espacio que compartimos) que me produce hoy una mezcla, a ratos tóxica, de fervor y terror.
¿Qué será de la ciudad en el futuro? ¿Seguiremos en la práctica del palimpsesto continuo, borrando la memoria para escribir encima? ¿Será el escenario dantesco de nuevas guerras o estaremos cruzados por una cantidad de invisibles rayos de energías, ya imaginados por Nikola Tesla, por los que discurrirán anónimos y silentes todos nuestros intercambios con el otro? ¿Será, para remitirnos a Marc Augé, una organizada sucesión de No Lugares que den, apenas, acceso a unos pocos guetos en los que los pares se amurallan y se separan del resto , incluso de sus propios pares? ¿O Será, hipérbole de la utopía, un ámbito en el que la ciudadanía se reconozca, se desarrolle, se relacione, se reconstruya y se empodere?
Para contarles algunos de mis terrores frente al futuro de la ciudad, me permito compartir un breve texto, de autor irrelevante, que retrata la experiencia de muchos, muchos de los habitantes de nuestras ciudades:
FELICIDAD VIRTUAL
Solíamos presumir de familia grande, muy grande. De nuestras reuniones que superaban a momentos las setenta persona. Padres (aún vivían), docena de hijos, hijos políticos, nietos, nietos políticos, biznietos. Solíamos reunirnos a ser frenéticamente hermanos. Un poco caóticamente, cada uno con ganas de contar o de cantar su propia historia; unos con afán de organizar a los demás, otros con la consigna de desorganizarlos, nuestras reuniones eran un arrebato que se matizaba con pristiño, con helado de limón, con buñuelo o lasagna, según la fecha, según el ánimo.
Pero, como diría Mafalda, si fuese una nativa digital, antes éramos una familia grande; hoy tenemos whatsapp.
La verdad es que hace rato nuestras reuniones decaen, tanto en frecuencia (ya se habían reducido a un encuentro navideño dificultosamente organizado), como en euforia.
Este año, a falta de que alguien (todos) tome la iniciativa, llame a los otros, se cargue con la responsabilidad de promover el encuentro, casi seguramente de recoger unas cuotas difíciles de recoger, elegir un menú que cada vez exige más adaptaciones a los gustos, las filosofías o los organismos de los otros, este año no nos reunimos.
A pesar de parecerme el casi lógico desenlace de una larga decadencia que nos ha concentrado a todos en la tarea de la diaria supervivencia; algo me quedó, algo como un hueco, en el pecho.
Pero, ventajosamente, casi todos tenemos un teléfono inteligente, o una cuenta de Facebook; algunos incluso son buenos usuarios de tweeter, instagram o alguna otra de esas maravillas de la tecnología que han aprendido a compensarnos de las ausencias, a evitarnos las presencias.
Recibí algunos whattsapp de algunos de mis hermanos manifestando su deseo que de que estas fueran unas felices fiestas. Me alegré, en el fondo. Alguna de mis hermanas subió unos videos prefabricados, hechos para que, por un instante, se nos pinte una sonrisa o se nos escape una lágrima. También me alegré por ello. Me alegré aún más, cuando vi que se ha creado una cuenta compartida de la familia, en la que estamos inscritos todos los que hemos accedido a la tecnología y entonces pensé; qué bien, felices whatssapvidades para todos ¡ya no estamos solos!
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En esa visión pavorosa de la ciudad del futuro las redes se han encargado de construir entornos en los que ya nunca más necesitamos vernos al amparo de un café. Los gobiernos, ansiosos de poder y necesitados de control, han legislado hasta las emociones, puesto pautas y ordenanzas para regular los encuentros de los enamorados, han dictado códigos de conducta super-segmentados por pertenencia generacional, los arquitectos serán famosos y cotizados por la belleza, calidad y, sobre todo, inviolabilidad de los muros que aislarán urbanizaciones super protegidas y a salvo de cualquier contacto con gente de otra clase, de otro credo o de otro color.
Los frecuentes tratados de libre comercio reducirán a tal nivel los precios de los autos y los vehículos voladores, que ya nadie se quedará sin uno, dos o tres autos por persona en casa. Claro que no podrán circular, porque ya no habrá necesidad de hacerlo ya que habremos resuelto todas nuestras demandas en el mismo espacio intramuros de nuestras urbanizaciones blindadas.
Las salas de cine tendrán sistemas que permitirán que cada asistente elija su película en opciones vintage (es decir 3d), rústica (es decir super hd) u holográfica.
El café estará prohibido y las bebidas refrescantes deberán pasar la aprobación de la superintendencia de control del poder del mercado antes de servirse en el vaso.
Ya en serio, siento pavor de que la desconexión creciente a la que nos someten los sistemas político, económico, administrativo, de gestión urbana, de administración de los condominios, se convierta en algo aún más natural de lo que ya es hoy.
Será entonces el reino del desencuentro el que facilite la gestión de las campañas electorales, la des-administración de la justicia y la comisión anticorrupción se convertirá en superintendencia del reparto equitativo para la economía de la eficiencia en la gestión.
Y es que, y lamento mi tono de sepulturero, el fracaso del sistema perfecto, es decir el derrumbe de la democracia representativa, parece anunciar que la especie humana, imposibilitada biológicamente de involucionar, ha elegido evolucionar hacia su autodestrucción.
Pero, ¿es posible el fervor en medio de esta premonición de debacle y destrucción?
Probablemente sí.
Para ello hay gente que se está moviendo. Seres anónimos que andan sin sirenas y que cargan su propia mochila. Que se citan para hablar y cometen diálogo constructivo en lugares que no han sido aún mapeados por los controladores de los espacios, se toman un café y comparten sus saberes, creen (pobres cándidos e ilusionados peatones) que es posible volver a tejer las redes que las tijeras del sistema han cortado, que conectar personas es un acto de reconstrucción de la ciudadanía y saben que por ello es subversivo y contestatario.
Las iniciativas surgen por aquí y por allá. Son como una especie de guerrilla de la conciencia que provoca brotes hasta ahora difíciles de detectar y, por tanto, de eliminar.
Están las Gratiferias. Encuentros en el espacio público en los que la gente lleva aquello que no usa y lo coloca en una mesa, a disposición gratuita de los viandantes. A cierta hora, los presentes circulan en torno a los objetos expuestos y, quien lo requiere, elige uno (o varios) para llevarse sin pagar precio alguno. Simplemente debe contar a los demás por qué quiere ese objeto, dialogar con el otro si, como suele suceder, hay varios interesados en el mismo objeto. Decidir en acuerdo quién se lo lleva. Despedirse con un abrazo. Aunque parezca una tontería de hippies tardíos, está funcionando; conecta gente que nunca, de otro manera, se habría conectado. Conecta expectativas, intereses, disponibilidades. Más de una vez estos encuentros generan otros, ya distintos, en los que la gente sigue ejecutando el acto subversivo de reunirse y dialogar.
Está el Banco del Tiempo. Iniciativa en la que los ciudadanos que se enteran y se interesan se inscriben en una plataforma que funciona como un banco. Entran, reciben una acreditación de cuatro horas. Escriben su perfil básico y anuncian aquellos saberes, capacidades o talentos que están dispuestos a compartir con otros, de manera gratuita. También anuncia lo que le gustaría que otros compartan con él. Mediante un sencillo sistema se genera el contacto y el encuentro. Quien recibe el intercambio acredita al otro las horas que ha recibido. El poseedor de horas acreditadas, las canjea con cualquier otro miembro del Banco del Tiempo.
Aunque parezca otra hippiada anacrónica, está funcionando. En Quito están en etapa de conformación y son ya varios los que tienen actividad creciente y sostenida. Ubicados territorialmente para facilitar su arranque, hoy funcionan los Bancos de Tiempo de La Mariscal, La pradera, La Floresta, Cochapamba. Se halla en proceso de formación el de Quitumbe y en forma aún muy incipiente el de Atucucho.
Sucede que, conectados los miembros del Banco del Tiempo, con pretexto de compartir sus saberes, empieza a florecer la organización ciudadana, sin partido, sin candidato, sin patrocinador comercial o político. Sucede que tras los intercambios realizados persona a persona, empiezan a surgir iniciativas colectivas; que el barrio se contagia de un naciente entusiasmo, que los ciudadanos se conocen, se saludan, conversan en las puertas de las casas, empiezan a creer que hay una ciudad posible.
La Red de Mujeres Emprendedoras comparte el café y la conversación con periodicidad rigurosa y articula iniciativas individuales que al compartir iluminan nuevos retos colectivos.
Colectivos de artistas como los Siete Arrebatos, generan en torno a su actividad creativa compromisos con el reciclaje, la re-utilización del residuo doméstico, la formación de una cultura que rechaza el desperdicio y valora la creatividad como una forma de conexión entre la gente.
En Chimbacalle un movimiento de vecinos lucha por seguir siéndolo y procura lograr que la normativa al final abra un resquicio que les permita intervenir en su propio espacio.
Reci-Veci es un colectivo, voluntario, que desarrolla con los gestores de la basura (digamos los minadores), un proyecto de gestión que está cambiando, de a poquito, no solo la forma de manejar los desechos de la ciudad, sino y sobre todo construyendo un proyecto de vida en una comunidad tradicionalmente excluida y conectándola con vecinos de los barrios a los que sirven, en un estilo de hacer las cosas cálido, profundamente humano.
Al Borde, arquitectos empecinados en una arquitectura de dimensión humana y de recursos mínimos como una propuesta política y estética.
De Contrabando, programa de televisión en You-Tube que se dedica al tráfico de ideas, ideas que germinan y que no aparecen en la agenda oficial.
Quizá si logramos multiplicar las iniciativas como estas, si siguen apareciendo personas capaces de entender el liderazgo más allá de su utilidad como plataforma para el ego o la conveniencia electoral; si somos capaces de proteger las iniciativas ciudadanas de la voracidad de los agentes del sistema; si nos tumbamos de una el decreto 16 y conseguimos que se comprenda que la ciudadanía no se reúne por mandato de la ley; quizá, quizá, quizá… como dice el bolero.
Será entonces la ciudad del futuro una ciudad en la que el espacio de los encuentros se privilegie sobre el diseño de los aislamientos. Donde cada proyecto urbanístico y cada intervención arquitectónica incorpore en su consideración la necesidad de facilitar espacios para el intercambio, la conversación, el disenso y el acuerdo.
Tal vez convenga construir lockers sin puertas y sin llaves en los espacios públicos para que la gente deje ahí sus sueños y sus ideas, para que otros los tomen y los mezclen en sus propias cocteleras, las lleven a sus ámbitos y se conviertan en disparadores de sinergias. Tal vez hay que recuperar el espacio de los chapas echados y rescatar los juegos tradicionales; encontrar la forma de fabricar juguetes que no hagan nada, para que la imaginación de los niños lo haga todo. Tal vez hay que hacer un mapeo de árboles a los que se les caen las naranjas o el amarillo de los cholanes para poner cafés secretos, lejos del ruido, lejos del centro comercial, en los que los amigos se reencuentren, los novios puedan besarse inspirados por un poema hallado en un libro que lo tomaron gratis de un estante en el que los lectores los dejan, después de comprender que vale más leer libros para compartir que comprar libros para tener.
En fin, parece que el futuro se deberá debatir entre las utopías de quienes queremos aferrarnos al sueño de una ciudadanía nueva y conectada y la creciente necesidad de aislarnos y protegernos del otro.
De cualquier manera, debemos obligarnos a ejercer la opción, porque de otra forma serán otros (los mismos otros) los que seguirán tomando las decisiones en nuestro nombre, en cada acto administrativo, en cada propaganda institucional, en cada gesto, en cada informativo.
Nos corresponde a los de a pie dar la vuelta esa moneda, solo podemos cifrar esperanzas en nuestra voluntad y nuestra convicción, comprender que la ciudad no es de la autoridad, no es de nuestros representantes en el sistema, aceptar que esperar que ellas elijan aquello que nos conviene es, al menos por ahora, pedirles que atenten contra su propio poder.
Para cerrar comparto un breve poema de Jorge Carrera Andrade escrito a mediados del siglo pasado, cada vez que lo leo se enciende la esperanza de que pueda resultar, frente al futuro, premonitorio.
Vendrá un día más puro que los otros…
Vendrá un día más puro que los otros:
estallará la paz sobre la tierra
como un sol de cristal. Un fulgor nuevo
envolverá las cosas.
Los hombres cantarán en los caminos,
libres ya de la muerte solapada.
El trigo crecerá sobre los restos
de las armas destruidas
y nadie verterá
la sangre de su hermano,
El mundo será entonces de las fuentes
y las espigas, que impondrán su imperio
de abundancia y frescura sin fronteras.
Los ancianos tan sólo, en el domingo
de su vida apacible,
esperarán la muerte,
la muerte natural, fin de jornada,
paisaje más hermoso que el poniente.
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