En la mesa, Huilo y la novedosa presentación de dos de sus libros, en auto edición, bajo el sello de su creación El Club de la Pelea. Están ahí “El ángel de la gasolina” y “Ay que viuda tan oscura”. No deja de llamar la atención la sencillez y pulcritud de la edición, y por allí arranca la conversación.
La gente quiere saber cómo es esta cosa de escribir, publicar, vivir de las letras; Huilo cuenta, en una muy seria clave de humor las peripecias de la vida de un autor y su relación con el mundo editorial en nuestro medio.
Huilo reside habitualmente en Europa y viaja a nuestro Ecuador con cierta frecuencia; aquí dicta talleres de lectura y de escritura. Ha cultivado, a lo largo de sus viajes, un importante grupo que aprovecha de sus estadías, para desarrollar su pasión por las letras.
Alguien le pregunta sobre la paz que un escritor buscaba al irse a Europa para poder crear y que ahora, al parecer, está perdida.
Huilo aprovecha esta consulta para decir que el vive en la paz. En la paz que significa tener unas bibliotecas excepcionales, unos teatros que funcionan sin detenerse, una oferta de cine a elegir, una gran cantidad de museos en los que asombrarse, centros culturales, música de todos los géneros, danza, literatura por todas partes. Allí no tengo teléfono, nadie me conoce, nadie me detiene para hablarme, allí se puede caminar. Es la paz, dice Huilo. Por eso, cuando tanta paz le resulta demasiada, viene a Quito. Entonces llego al manicomio, dice. Una ciudad en la que no se puede ni caminar, llena de ruido, de tráfico, de locura. Donde no tiene un instante de descanso, donde es muy complicado encontrarse una oferta cultural en la que elegir… Es el manicomio dice, y en este manicomio encuentra sus monstruos, en este manicomio circulan los seres de sus textos; raros, locos, paradójicos, normales. Aquí se encuentra con su infancia.
Tal vez por eso, concuerda Huilo, sus textos están poblados de personajes que son, en si mismos, contradicciones; tan cotidianos que no se parecen a nadie, son los seres de su memoria, de su infancia.
Nos cuenta que cuando volvía de la escuela, en esa edad en que uno empieza a deletrear y convertir los signos en sonidos, vio escrita por primera vez la palabra MAR. La leyó como un niño que se inicia: Mmmmmm Aaaaaaa R ¡MAR!, de pronto, al aparecer la palabra, apareció íntegro el mar. Con su luz, sus olas, su espuma; sus peces, sus barcos, sus tesoros hundidos; sus sirenas, su arena y sus misterios. Allí se enganchó con la palabra y, por extensión, con la lectura. Entonces leyó Cccccc Aaaaaa Saaa Aaaa; ¡Casa! Y apareció entera su vieja casa, su madre, su cocina, sus corredores y el patio. Y amó la palabra Casa, y amó todas las palabras.
Y entonces reconoció en la hija de una señora del servicio doméstico, a Mudadelia, esa mujer que se relacionaba con la vida con la risa como único lenguaje, a la que se le caían las lágrimas porque quería expresar su dolor, pero la risa lo disfrazaba de alegría. Y con ella, a los seres de sus relatos y encontró para ellos las palabras que los retratan en su esencia. Y surgió el escritor, sentado en su infancia en una silla frente al cartel de un cine, y descubrió que caminar es escribir y lo contrario, y supo que solo se puede escribir de la memoria, es decir de la última evocación de la memoria; o del futuro, es decir de la más reciente creación de la imaginación que nos permite creer que caminamos y que, en el mejor de los casos, sabemos hacia dónde lo hacemos.
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