Texto publicado en la revista Para el Aula, ​de la Universidad San Francisco de Quito

Cuando miramos a la sociedad en su conjunto, su forma de sentir y de actuar; cuando revisamos tanto los problemas de nuestra convivencia cotidiana como los graves problemas estructurales de la comunidad, casi siempre aterrizamos en una conclusión:  todo pasa por la educación.

Al parecer, la educación es la responsable de cómo somos y cómo vivimos y esto es parcialmente cierto, pero esto implica también una visión conductista de la educación, como si educar fuera un sinónimo de adiestrar o entrenar personas para que respondan de manera correcta, organizada y conveniente ante los exigentes retos de la cotidianidad.  Para ello, en general, la educación transmite contenidos, información, datos, en el supuesto de que ello contribuye a construir un estado de conocimientos que, como una caja de herramientas, permita recurrir a sus recetas a la hora de resolver nuestros diarios dilemas.

Pero una visión así deja de lado algo que es fundamental: la formación del ser como persona libre, crítica y con los valores y las habilidades suficientes para integrarse a la vida de manera saludable, armónica con su entorno, responsable con su comunidad.

Asunto delicado y complejo en una sociedad que no logra construir lazos verdaderos, que periódicamente se fractura en episodios de intolerante desconfianza, en la que nos hemos acostumbrado a dudar del otro, a temer al otro, a vivir mirándonos hacia nosotros mismos y a colocar bienestar y la seguridad personal por delante del interés común.

Entonces, si ensayamos una definición sencilla de responsabilidad social empresarial como “la orientación estratégica, voluntaria y verdadera de las empresas a desarrollar todas sus actividades con un enfoque real en el desarrollo de la comunidad, el bienestar de las personas y conservación ambiental” (definición no oficial y completamente personal), conviene que nos preguntemos si es posible enseñar la responsabilidad social en los entornos educativos.

Mi criterio es que no.  Ser socialmente responsable no se aprende como se aprende a sumar o a resolver una regla de tres.  No es un recetario que puede consultarse cada vez que resulta útil.

Nuestra educación actual, básicamente enfocada en la adquisición de conocimientos que nos hagan adultos “competitivos y eficientes”; con una orientación marcada hacia la productividad como consigna y el “éxito” económico como meta superior; con sistemas de evaluación asentados en la comparación de notas para establecer jerarquías entre mejores y peores; que ve la tarea de educar como una responsabilidad delegada al estado o a la escuela; que profundiza la desconfianza y remarca las distancias entre los distintos; muy difícilmente puede formar ciudadanos responsables.

La educación superior, destinada a formar entre otros, empresarios exitosos, no es capaz por sí misma de formar empresarios responsables, porque es efecto de una visión y de un sistema que jamás ha estado orientado hacia ello.

Esto no significa, por supuesto, que no sea posible la existencia y la acción de empresarios y empresas social y ambientalmente responsables. Solo significa que no es el sistema educativo el que los forma así. Es su estructura de valores la que les orienta hacia la responsabilidad. Es la formación profunda, esa que no se asienta en los conocimientos, sino en los saberes.  Son sus habilidades de empatía y su concepción de la alteridad lo que les impele, no de manera obligatoria, sino de modo natural y voluntaria a desarrollar sus actividades con esa visión de manera sostenida.

Pero, entonces, ¿podremos esperar que algún día la educación contribuya a formar empresarios responsables?

¡Sí, por supuesto!   Cuando logremos cambiar de modo radical la educación.
Cuando el modelo esté orientado primero a desarrollar la empatía, a construir la confianza, a valorar la diversidad, a apostarle al pensamiento creativo, a creer que el rol del maestro no es transmitir lo que sabe, sino contagiar de aquello que le apasiona.
Cuando el modelo erradique la evaluación como método de valoración de la persona.
Cuando se prefiera construir saberes que acumular información.
Cuando el docente y sus alumnos puedan desarrollar en libertad, y en completo respeto del otro, relaciones de afinidad y de confianza más allá de las distancias de la autoridad y la obediencia.

Cuando la familia participe de verdad en la comunidad educativa y su voz sea escuchada efectivamente.
Cuando la rendición de cuentas de directores, rectores y autoridades se someta al escrutinio de alumnos, maestros y padres de familia, más allá de llenar de modo ordenado y eficiente los formularios de la burocracia.
Cuando los docentes puedan saberse creativos y plantear aterrizajes del currículo pertinentes a la realidad cultural o a la necesidad específica del grupo con el que trabajan.
Cuando el método no sea una camisa de fuerza sino una caja de herramientas.
Cuando la formación profesional no sea estrictamente una capacitación para la competencia, sino una preparación para la intervención en una realidad compleja que exige acciones comprometidas y sostenibles.

Por: Roque Iturralde

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